La mañana después de la última masacre, el Centro de Privación de Libertad El Oro N.º 1, en Machala, amaneció rodeado de militares, policías y familiares que buscaban nombres en listas improvisadas.
Detrás de los muros, la guerra entre las facciones de Los Lobos y Los Lobos Sao Box había dejado decenas de muertos y heridos. Afuera, el mensaje era otro: el Estado intentaba mostrar que volvía a tomar el control del penal más conflictivo de la provincia.
Durante años, El Oro parecía al margen del mapa de las grandes masacres carcelarias que estremecieron al país. Entre 2019 y 2023, en Ecuador se contabilizaron al menos dieciséis matanzas dentro de las prisiones, con centenares de internos asesinados bajo custodia estatal. Guayaquil, Santo Domingo, Azuay o Cotopaxi llenaban los titulares.
Machala, en cambio, aparecía poco, como si su cárcel estuviera a salvo de la tormenta. Como si todo estuviera bajo control.
En el papel, el centro carcelario de El Oro era un penal provincial más, diseñado para albergar a cerca de 500 personas privadas de libertad.
En la práctica, se convirtió en un recinto superpoblado, con más de 1.500 internos hacinados en pabellones saturados, patios reducidos y celdas convertidas en dormitorios colectivos. El hacinamiento se volvió norma, no excepción.
Ese crecimiento no fue neutro. Según fuentes policiales y penitenciarias, durante varios años el penal funcionó bajo la hegemonía de una sola organización criminal: Los Lobos.
La presencia dominante de este grupo permitió lo que varios funcionarios describen como una “paz mafiosa”: menos enfrentamientos abiertos, pero un control interno férreo, con cobros, jerarquías y castigos impuestos por los propios presos.
Esa frágil estabilidad empezó a resquebrajarse en junio de 2024. Informes de inteligencia policial y del SNAI señalan que, en esa fecha, se produjo una fractura interna en la estructura de Los Lobos en la provincia: surgió una facción conocida como Los Lobos Sao Box, liderada por presuntos cabecillas identificados con los alias de Saoco y Boxeador.
La ruptura no solo reordenó el mapa criminal en las calles de El Oro, sino que también redibujó el poder dentro de la cárcel de Machala. Allí donde antes mandaba una sola organización, empezaron a disputarse territorio, economías ilegales y lealtades de dos estructuras con el mismo origen, pero con mandos enfrentados y cuentas pendientes.
En cuestión de meses, la correlación de fuerzas cambió. La mayoría de los más de 1.500 internos terminó alineada con la facción Los Lobos Sao Box, mientras pabellones específicos se identificaban con la facción “histórica” de Los Lobos.
Esa mayoría numérica, según fuentes de inteligencia, alimentó tensiones constantes: la disputa no era solo por celdas, sino por el control de extorsiones internas, ingreso de mercancías y contactos con el exterior.
El año 2025 marcó el quiebre definitivo. La cárcel de Machala dejó de ser una excepción en el sistema penitenciario: dos masacres registradas en el año dejaron en total 48 muertos, de acuerdo con cifras oficiales y extraoficiales. La provincia que miraba con distancia las tragedias de Guayaquil o Santo Domingo se encontró de golpe en el centro de la guerra carcelaria.
El episodio más brutal ocurrió el 9 de noviembre. Ese día, los enfrentamientos entre facciones dentro del CPL El Oro N.º 1 se desbordaron en varios pabellones casi al mismo tiempo. Cuando las fuerzas especiales lograron entrar y controlar la situación, el saldo era de 32 personas privadas de libertad fallecidas y más de 40 heridas, según reportes policiales.
En los alrededores del penal, familiares se amontonaron contra las vallas. Algunos enseñaban fotografías impresas o en sus teléfonos; otros, listas con nombres que intentaban contrastar con información oficial que no llegaba o se actualizaba con lentitud.
La masacre de Machala se convirtió en un punto de quiebre. Internamente, reveló hasta qué punto el Estado había perdido poder efectivo sobre el penal. Externamente, obligó al Gobierno y al SNAI a mover fichas en un tablero que ya arrastraba más de una década de crisis, con al menos 16 masacres entre 2019 y 2023 y más de 500 internos asesinados desde 2021 en todo el país.
La nueva estrategia para contener la espiral de violencia no quedó plasmada en un documento público, pero se lee en las listas de traslados y en el mapa de poder interno: dejar como mayoría a la facción de Los Lobos Sao Box dentro del penal y enviar a los integrantes de Los Lobos a cárceles en otras provincias. “La única forma de bajarle a la guerra es separarlos”, resume, en voz baja, un funcionario que conoce el penal.
El primer movimiento se produjo el 10 de noviembre, apenas un día después de la masacre. Veintitrés internos catalogados como de alta peligrosidad fueron trasladados desde El Oro hacia la cárcel de máxima seguridad de Santa Elena, conocida como la “cárcel del encuentro”. El operativo movilizó a unos 450 uniformados entre policías y militares.
Dentro y fuera del penal se estableció un cerco de seguridad. En la ruta hacia el aeropuerto de Santa Rosa, por donde salieron los internos en un vuelo custodiado, se desplegaron patrullas y retenes para evitar emboscadas o intentos de fuga. Muchos de los trasladados, según fuentes policiales, eran identificados como parte de la cúpula operativa de grupos de delincuencia organizada, especialmente de la estructura de Los Lobos.
Ocho días después, el 18 de noviembre, se ejecutó un operativo aún mayor. Bajo estrictas medidas de seguridad, 87 internos señalados como miembros de Los Lobos fueron trasladados también hacia la cárcel del Guayas. Entre ellos, según los reportes policiales, había presuntos responsables de logística interna, microtráfico y hechos violentos recientes dentro y fuera del penal de Machala.
Con ese segundo vuelo, el número de reclusos enviados desde El Oro a otras cárceles ascendió a 110. La apuesta oficial era clara: separar a los líderes y cuadros duros de Los Lobos del resto de la población penitenciaria y diluir la fuerza de esa organización en Machala, mientras Los Lobos Sao Box se consolidaban como mayoría en el interior del CPL El Oro N.º 1.
El siguiente movimiento fue hacia la Sierra. El 20 de noviembre, 128 personas privadas de libertad fueron trasladadas al CRS Turi, en Cuenca. El operativo comenzó alrededor de las 10:00, con unidades tácticas desplegadas dentro del penal y un fuerte contingente militar y policial en los accesos y durante todo el recorrido.
Mientras los buses salían del CPL El Oro N.º 1, familiares se concentraban en los alrededores con una mezcla de alivio y temor. Algunos veían en el traslado una oportunidad para que sus parientes se alejaran del foco del conflicto.
Otros temían que, al llegar a una nueva cárcel, pudieran convertirse en objetivos de represalia o quedar en medio de disputas con bandas ya asentadas en esos centros.
El 21 de noviembre se ejecutó el cuarto operativo en cadena: 38 internos adicionales fueron enviados también hacia el CRS Turi N.º 1. Con este último movimiento, el número total de reclusos trasladados desde Machala en menos de dos semanas llegó a 276 personas privadas de libertad.
Según el SNAI, estos traslados forman parte de un plan nacional de redistribución penitenciaria que busca reducir el hacinamiento, desarticular estructuras criminales internas y prevenir nuevas masacres.
El discurso oficial resalta el componente técnico de la medida: clasificación de perfiles, análisis de riesgos y coordinación interinstitucional entre policías y militares.
En la práctica, el impacto es ambiguo. Si bien sacar 276 internos de un penal diseñado para 500 plazas alivia parcialmente la presión demográfica, las cuentas revelan que, partiendo de una población actual de 1.277 presos, el CPL El Oro N.º 1 seguiría por encima de su capacidad instalada, aunque con menos presencia de cuadros clave de Los Lobos.
Expertos en temas penitenciarios advierten otro riesgo: la exportación del conflicto. Al trasladar a miembros de bandas que ya protagonizan disputas violentas hacia otros centros, el Estado apuesta a fragmentar su poder en Machala, pero también puede terminar diseminando la guerra a cárceles que hasta ahora mantenían equilibrios propios, como Santa Elena o Turi.
La historia reciente del sistema carcelario ecuatoriano muestra que las masacres no son hechos aislados, sino episodios de una crisis estructural: hacinamiento, ausencia de política de reinserción, corrupción, uso excesivo de prisión preventiva y pérdida de control estatal frente a organizaciones criminales que administran pabellones como feudos y definen la vida cotidiana tras las rejas.
Machala se sumó tarde a esa lista de masacres carcelarias. El penal que durante años fue presentado como relativamente “tranquilo” se convirtió en el escenario más reciente de una guerra que ya no distingue entre calle y cárcel, entre periferia y provincia.
La provincia de El Oro, antes espectadora, es ahora protagonista de la crisis penitenciaria, aseguran los conocedores de la problemática penitenciaria.
Para los familiares, la estrategia tiene otro costo: la distancia. Visitar a un pariente recluido en Machala implicaba recorrer una ciudad. Hacerlo en Santa Elena o Cuenca significa viajes de varias horas, boletos de bus, hospedaje y gastos que muchas familias no pueden asumir con facilidad.
A la incertidumbre por la seguridad se suma ahora la incertidumbre por la comunicación y el seguimiento de procesos judiciales.
En la cárcel de Machala, la guerra de bandas ya no se libra entre dos fuerzas de tamaño similar, sino entre una organización que busca consolidar su dominio interno y un Estado que intenta recuperar el control a través de operativos, traslados y presencia militar.
Fuente: El Universo
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